No soportaba la idea de una
despedida, pero cuando se forzaba a imaginarla, en un día de lluvia, con su álbum
de fotos, la suponía triste y melancólica, como ya había sido la primera y
última vez entre ellos.
Se marchó después de dieciochos
días enamorados, recorriendo calles sorprendentemente interminables, visitando
lugares insólitos, riendo en cada esquina, en cada boca de metro. Admirándose,
mirando de un lado a otro, para enamorarse aún más. Disfrutando del sol que los
iluminaba en cada paseo, divirtiéndose en las noches con luces de colores y
escaleras rojas. Sonriendo otra vez, en cada amanecer. Inmensamente felices de
estar juntos.
Un puente de hierro que los une y una brújula que los desorienta.
Resultaba ya tan prescindible que
casi hubiera parecido rutinario.
Dieciocho días descubriéndose el
uno al otro. Diecisiete noches y cuatrocientos mil instantes fascinantes que
solo puede volver a recordar con su álbum de fotos, dos para ser exactos.
Podía explicarle, mientras se
despedían, a la vez que el avión despegaba, todo lo que había sentido por ella
durante ese tiempo; pero le resultó imposible. Podría haber fingido que no se
le paró el corazón cuando cayó en la cuenta que ya no estaba a su alcance entre
tantas nubes. Podría haber evitado esa lágrima. Pero no quiso. Y aunque en
algunos momentos quisiera e incluso pudiera, ya no la ignoraría cuando sus
risueños cuerpos se acercaran por uno de los cien mil caminos de esta ciudad.
En tierra quedaría solo lo que se
quedaba: la nostalgia por lo que había experimentado, la luna de miel más dulce
que se haya contado.
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